¿Qué hacemos con ellos?

Hace varios años escribí un artículo de opinión en relación a los enfermos mentales que cometen crímenes execrables, masacres en masa al más puro estilo estilo del famoso oeste americano.  Artículo que reproduzco a continuación:

20 minutos
Fotografía: @20m

El joven Ryan Lanza ha vuelto a destapar la caja de los truenos. La matanza cometida en Connecticut vuelve a plantear un grave problema de la sociedad norteamericana. De nuevo ha quedado de manifiesto que, por mucho que se oculten los problemas, tarde o temprano hay que abordarlos. Aparcarlos no sirve de nada. Y este problema tiene nombres y apellidos: veinte niños muertos de forma intempestiva, sin justificación ni argumentación de ninguna clase. Pero a su vez se genera otro problema implícito al anterior. La licencia de portar armas sin ningún tipo de restricción, tal y como ocurre a otros cientos de millones de personas.

Ante estos acontecimientos, siempre pensamos lo mismo “Esto sólo lo puede hacer un loco”.  Y es cierto. ¿Quién puede sino un loco cometer un hecho así?  Por eso, lo primero después de enterrar a las víctimas es oportuno analizar la personalidad de este sujeto que perfectamente puede ilustrar otras estampas de nuestro entorno más cercano.

El perfil que hizo el fiscal de Kretschmer describía a un muchacho no demasiado listo, aficionado al ordenador, no muy popular o atractivo en su escuela, pero «amable», que estuvo en tratamiento por depresión; un perfil cercano al de millones de jóvenes europeos.

A la vista de todo lo expresado, no cabe duda. Estábamos ante un paranoico que mata porque cree que los demás están en contra suya.  Como otras muchas patologías psiquiátricas, el joven aleman era un tipo aislado socialmente, con una autoestima baja, desapegado y hostil, que utilizó la masacre como válvula de escape ante una supuesta hostilidad colectiva hacia su persona.

Casos como este son frecuentes en la sociedad occidental, particularmente en la norteamericana cuyo mercado de armas supera los doscientos millones. Pero ésa es otra historia.

criminalia
Fotografía: @CriminaliaES

En el fondo y en la forma, Tim Kretschmer fue víctima y verdugo. Víctima de un trastorno que debidamente tratado y analizado no tiene porqué ocasionar masacres de esta magnitud. Fue verdugo de más de diecisiete inocentes que, con toda probabilidad, pagaron el peaje de un sistema judicial incompetente y una asistencia sanitaria desorbitada, como ocurre en la mayor parte de las sociedades europeas.

Tras la masacre, la policía alemana se vio obligada a abatir a tiros a este “nuevo Rambo”. Era la forma más idílica de acabar culminar esta epopeya particular. Hubiera resultado más aséptico para todos que hubiera sido él mismo quién acabara con esta gesta. El suicidio es la forma más aséptica e injusta de morir. Claro que, por otro lado, con su muerte hizo un gran favor a las autoridades alemanas.

Algunas de las circunstancias que rodean esta masacre carecen de sentido común. La pistola que usó Kerschmer era una Beretta 9mm legalmente registrada por su padre, miembro de un club de tiro que poseía quince armas guardadas en casa. Un portavoz policial ha asegurado que todo apunta a «negligencia por parte del padre», que se podría enfrentar a acciones legales si se demuestra que violó la ley de alguna forma al almacenar sus armas. Esto me lleva a reflexionar sobre el uso y utilización de las armas de fuego.

Veamos un asunto: Suponiendo que el padre de Tim tuviera todos los permisos de armas en regla, habría que preguntarle por qué estaba tan accesibles que cualquiera podía acceder a las mismas. Si, por el contrario, esto no era así, y este buen hombre habría infringido la ley a este respecto, ¿por qué atesoraba semejante arsenal, o acaso, ello le importaba realmente poco?

Alemania endureció sus leyes de posesión de armas en 2002 después de que un joven de 19 años matase a dieciséis  personas, principalmente profesores, y después se suicidase en un instituto de la ciudad de Erfurt. El ministro del Interior alemán opta, antes que endurecer la legislación al respecto (que tampoco sería mala iniciativa si pensamos fríamente) por concienciar a los ciudadanos, y lograr que las cosas cambien. “No debemos pensar en qué podemos cambiar de las leyes todo el tiempo, sino en qué debemos cambiar en la sociedad», expresó. Una reflexión tan real como utópica.

El problema de este joven estudiante alemán no es el único. Casos similares hay cientos, y en muchas ocasiones no tenemos que salir de nuestras fronteras. El porcentaje de personas con disfunciones mentales en España ha aumentado de forma importante. Este problema lleva otro aparejado no menos importante que el anterior. Me refiero a qué hacer con estas personas una vez que han cometido actos de estas características.

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Fotografía: @el_pais

No se encuentran en situación de ingresar en un centro penitenciario. No pueden permanecer en libertad, aunque se encuentren vigilados judicial y sanitariamente.  Pero en España tampoco disponemos de una red adecuada de centros psiquiátricos penitenciarios que son, en definitiva, el lugar en el que estos enfermos deben permanecer recluidos.

¿Qué hacemos con ellos? es la pregunta del millón que diariamente se formulan jueces, fiscales, forenses, psiquiatras, y los familiares de estos pobres diablos. No estamos ante criminales fríos e insensibles cuya única solución sea una reclusión carcelaria, pero es evidente que mientras la red de psiquiátricos penitenciarios se limite a las ciudades de Alicante y Sevilla, poco más podemos hacer.  Sobra decir que los jueces no pueden dejarlos en libertad. Así las cosas, no les quedan muchas alternativas.

Sería necesario, por tanto, una reflexión seria al respecto. Unificar criterios por parte de las diferentes Administraciones Públicas españolas y agentes implicados para que si mañana o pasado aparece un Tim Kretschmer español, tengamos recursos suficientes para internarlo en dónde se merece, y no en dónde nunca tendrá opción a una posible rehabilitación y resocialización.

 

 

 

 

 

 

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